Nunca fui un buen estudiante, pero siempre me fascinaron las cosas que escapaban a los límites de mi imaginación. La geografía era una de las pocas materias capaces de atraparme por completo con datos únicos y emocionantes. Mis padres siempre terminaban por regalarnos algún libro de historia para niños o un pequeño atlas (también muchos juguetes, ¡claro!), y aunque un libro no suele ser el mayor objeto de deseo para un chaval, siempre esconde innumerables misterios, y de eso no se puede escapar. Pronto comencé a saber más sobre las montañas más altas, los ríos más largos y caudalosos, paisajes lunares, selvas vírgenes o banderas con una simbología única… tanto por conocer y todo contenido en unas pocas páginas.
Con los años, el interés no dejó de crecer, esta vez con la posibilidad de explorar en persona algunos de estos lugares, y con la posibilidad también de acceder, sin necesidad de moverme de mi silla, a lugares todavía más llamativos y misteriosos, poco conocidos, ciudades perdidas, territorios olvidados, desiertos imposibles, micronaciones o lugares a los que era casi imposible acceder. Bután, Corea del Norte o la Antártida, cada uno inalcanzable por diferentes razones, todos ellos y alguno más eran el escenario de un viaje futuro, de mil y una aventuras y experiencias por vivir, y a día de hoy, muchos lo siguen siendo. Aquellos eran lugares lejanos, y uno necesitaba de cierta logística (y presupuesto) para visitarlos en condiciones.
En el otoño de 2023, mientras preparaba un viaje por trabajo a Atenas planeado para finales del invierno, empece a investigar más sobre el norte del país, en concreto, sobre la región de Macedonia, cuna de Alejandro Magno y escenario durante siglos de conflictos entre griegos y todos aquellos que han querido destruirlos, siempre en vano.
La mayoría de los turistas que visitan el norte de Grecia lo hacen atraídos por los impresionantes riscos de Meteora, las cristalinas aguas de Corfú o los senderos y pueblos que rodean la imponente Garganta de Vikos. La segunda ciudad de Grecia, Tesalónica, suele quedar fuera de los tours e itinerarios más concurridos, y sin embargo, durante casi un siglo, fue la capital de facto de un imperio que dominó gran parte de Europa. Aún hoy, la bandera amarilla con el águila bicéfala sigue ondeando en lo alto de iglesias y edificios civiles, y muchos siguen venerando los mismos iconos, la misma simbología y respetando las mismas tradiciones. El pasado, aquí, sigue presente.
Tesalónica tiene mucho que ofrecer, pero está lejos de ser un destino remoto o inaccesible. La ciudad es el punto de partida ideal para sumergirse en la historia profunda de esta región. Desde allí, el visitante puede visitar Pella y Vergina, lugares que marcan el inicio, y para muchos también el final, de una de las epopeyas más legendarias de la historia. No muy lejos quedan las ruinas de Filipos, ciudad que dio nombre a una de las batallas más decisivas del Segundo Triunvirato romano. Pasado y presente se mezclan en una región que lo tiene todo para los amantes de la historia, el arte e incluso, la naturaleza (aunque mi itinerario no incluyera el famoso Lago Kerkini). Lo que no esperaba descubrir, a tan solo dos horas en coche, era un enclave casi desconocido para el mundo, oculto entre lo mucho que el país tiene que ofrecer, sin apenas turismo, parado en el tiempo, inaccesible para la mayoría, y que es, a todos los efectos, el último reducto vivo y tangible del Imperio Bizantino, el Monte Athos.
El norte de Grecia no estaba en mis planes de viaje. Pero debería haberlo estado. Porque, a veces, los lugares que pasamos por alto son precisamente los que más terminan marcándonos.
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